Tras la derrota en Huánuco, Alianza Lima no solo sufrió la vergüenza de caer ante el colero del acumulado, sino que, casi de manera definitiva, se despidió de cualquier opción real de ganar el Clausura. Doce puntos separan al Equipo del Pueblo del actual puntero —y virtual tricampeón del fútbol peruano— a falta de seis jornadas. Y precisamente porque ese puntero ya encamina su tricampeonato, las escasas opciones de forzar una final nacional se esfumaron casi por completo.
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Depor. |
Van quedando atrás los siempre reconfortantes —de leer o de escuchar— “discursos de la fe”. También se diluyen las excusas de quienes defendieron —e incluso, en algunos casos, siguen defendiendo— la actual dirección técnica del primer equipo. Y antes de seguir, conviene hacer una aclaración: este texto no se trata tanto de capacidades como de decisiones. Así que, si pueden, guarden un poco de bilis; quizá más adelante la necesiten.
Hace poco más de dos meses todos estábamos felices. Habíamos eliminado a Gremio de manera, cuando menos, heroica, y avanzado a los octavos de final de la Copa Sudamericana. La Universidad Católica de Ecuador fue la siguiente víctima del ballet grone. No había quien nos parara. Con la confianza a tope, aguardamos con calma la resolución del caso entre la Universidad de Chile e Independiente de Avellaneda. Conocida la decisión final de Conmebol —bastante cuestionable, por cierto—, nos alistamos para una nueva y desafiante aventura.
Pero algo pasaba en esa suerte de segunda dimensión aliancista: mientras todos soñábamos con la Sudamericana, el equipo se desangraba en casa. Partido a partido, el cuadro de Gorosito iba cediendo puntos en la Liga 1, sobre todo de local. La salida de Erick Noriega fue otro golpe que pagaríamos caro —aunque, en justicia, no hay forma de culpar al club por ello: el ‘samurái’ recibió la oferta de su vida y retenerlo a la fuerza no habría sido bueno para nadie—. Cierto es que llegaron refuerzos a mitad de año, pero, salvo Aquino —el último anunciado tras la partida de Noriega—, no hubo nombres de verdadero peso. La defensa, que había sido nuestro punto más sólido durante la primera mitad del año, se vino abajo. Y aunque completos o no, el torneo local fue relegado a un segundo, quizá tercer plano. Todo esto fue, a todas luces, una decisión. Y, como bien advirtió Rubén Blades en aquel famoso tema incluido en Buscando América, cuando alguien gana, alguien pierde. Esta vez, perdió Alianza Lima.
¿Decisión de quién —o de quiénes? Difícil saberlo con certeza, más aún para quienes no tenemos acceso a la interna. Pero parece claro que vino de alguna Dirección o Gerencia. Una sospecha, creo yo, bastante sustentable si nos ceñimos a factores financieros. En otras palabras: se perdió en lo deportivo —por aquí—, pero se ganó en lo económico —por allá—. La jugada pudo parecer conveniente; ya veremos qué tan rentable fue realmente.
Llegaron, finalmente, los cuartos de final ante la ‘U’ de Chile. Una llave que muchos condimentaron como “la revancha por lo de 2010”. Demasiada salsa para el sándwich, a mi parecer. Pero se entendía: era una forma de canalizar la emoción, tanto de los hinchas como de algunos futbolistas que vivieron aquel famoso asalto de Carlos Vera y compañía, que puso amargo fin a la última gran campaña victoriana en una Copa Libertadores.
Al final, eliminados otra vez. Y esta vez no había un arbitraje del cual quejarnos. Los chilenos demostraron estar en un nivel mayor al de nuestros rivales anteriores. Es verdad que ambos encuentros fueron parejos y se definieron por detalles, pero en aquella natural y automática intención de buscar culpables saltan, ineludiblemente, dos nombres: Carlos Zambrano y Néstor Gorosito. El primero, por hacerse expulsar innecesariamente en la ida —lo que, por suerte, no nos costó la derrota en ese partido—; y el segundo, por la alineación presentada en Coquimbo, especialmente por la no inclusión inicial de Pedro Aquino y Kevin Quevedo —esto último porque, según el propio ‘Pipo’, hubo un acto de indisciplina que decidió castigar con su suplencia—. En estos encuentros se notó, además, lo deteriorada que quedó la defensa íntima respecto a lo mostrado en etapas previas. En resumen: fue un choque frontal con una realidad que muchos prefirieron no ver, pero que terminó estallando en la cara de todos.
De vuelta en la Liga 1, todo estaba cuesta arriba, pero todavía quedaban partidos para intentar un “borrón y cuenta nueva” exprés, de esos que Alianza ha logrado tantas veces —recuerdo, por ejemplo, aquella victoria sufrida ante Cienciano en 2022, días después del 1-8 ante River, que nos puso en órbita para conseguir el bicampeonato—. Pero falló la adaptación al cambio. La ilusión de los dieciocho partidos internacionales desconectó por completo a Alianza Lima del campeonato doméstico. Una pizca de esperanza volvió tras el 4-0 a Comerciantes Unidos en Matute, pero Cienciano y, posteriormente, Alianza Universidad de Huánuco terminaron de clavar el ataúd.
La sensación es amarga porque no se trata solo de perder un torneo, sino de haberlo dejado ir. Alianza Lima decidió conscientemente renunciar a competir de verdad en la Liga 1. Y lo hizo en nombre de un sueño internacional que, si bien fue ilusionante, terminó siendo efímero, casi una quimera vendida con demasiado entusiasmo. El fútbol, como la vida, castiga las prioridades mal trazadas. Mientras otros equipos consolidaban ritmo, estructura y confianza, nosotros nos dimos el lujo de tratar el campeonato local como un trámite. Esa soberbia —porque no hay otra palabra que la defina mejor— se paga caro, y el precio es volver a mirar desde lejos una vuelta olímpica.
No puede pasarse por alto el rol de Néstor Gorosito en este desvarío. Sus lecturas tácticas —sobre todo en la segunda parte de la temporada— fueron erráticas; sus alineaciones, caprichosas; y su gestión de vestuario, cuando menos, torpe. Se le contrató para potenciar un plantel competitivo, no para ensayar castigos disciplinarios en momentos decisivos ni inventar realidades futbolísticas alternas en las que, por ejemplo, Archimbaud es más central que Estrada. Alianza necesitaba un técnico con pulso, no un domador de egos aferrado a un libreto caduco. La paciencia que alguna vez generó su carisma se agotó cuando el equipo empezó a jugar sin alma, sin intensidad y, lo peor, sin una idea clara de a qué jugaba. Para colmo —y aunque esto no sea culpa exclusiva suya; ya sabemos que en la Liga 1 hay entrenadores que pueden hacer los gestos que quieran, y uno de ellos no es ‘Pipo’—, pasó buena parte del torneo en un palco, con vista privilegiada del desmoronamiento de su equipo.
Y luego están los futbolistas, varios de ellos con más nombre que autocrítica. Los errores de concentración, las expulsiones absurdas, las desconexiones en defensa… todo eso no es mala suerte: es falta de trabajo y compromiso. En un club grande, cada error tonto se multiplica, y cada gesto de displicencia se convierte en traición al escudo. No basta con subir fotos alentando desde el vestuario o hablar de “familia” en redes sociales; la verdadera lealtad se demuestra con jerarquía y actitud dentro del campo.
Hoy Alianza Lima no solo perdió un campeonato: perdió la ambición, ese instinto que distingue a los campeones de los conformistas. Y cuando un grande deja de sentir ambición, empieza su decadencia. La ambición lo incluye todo: es querer ganar todo lo que se juega, sin elegir torneos ni excusas. Porque cuando un grande se acostumbra a perder y encuentra consuelo en los balances, deja de ser grande. Y ese, hoy, es el verdadero riesgo de Alianza Lima.
Así, mientras la dirigencia celebra premios económicos y el comando técnico busca explicaciones, el hincha se queda con el vacío de ver cómo su equipo se apaga sin pelear hasta el final.
Más allá de opiniones personales —todas válidas, seguramente—, es un hecho histórico y comprobable que los clubes grandes del fútbol peruano se hicieron grandes fundamentalmente por sus campañas locales. Y que no se mal entienda: es posible planificar competir fuera del país —como se hizo este año— e ir construyendo una consolidación internacional, pero sin que eso implique abdicar del trono doméstico. Se agradece esta lavada de rostro, necesaria e inaplazable, pero ya está. La obligación de Alianza Lima, como la institución deportiva más importante del país, es volver a ser el club con más ligas ganadas. No es un capricho, es un deber histórico.
Este fin de año —o quizá mucho antes—, la brecha entre los compadres se estirará a dos títulos. No es un drama si lo comparamos con latitudes en las que, por cierto, sí entran a tallar reconocimientos continentales e incluso intercontinentales. Pero, de todos modos, cabe preguntarse: ¿esperarán en La Victoria a que la distancia sea humillante para reaccionar?
Cabe plantearnos, además: ¿es el actual comando técnico el idóneo para volver a competir en Liga 1? ¿Este plantel necesita una renovación nuclear? ¿O es que, con los mismos protagonistas, pero esta vez enfocándonos en nuevas prioridades, se podrá volver a la gloria en 2026? Siempre bueno leerlos.
![Alianza Lima y la liga abandonada [OPINIÓN] | Crónica de un (nuevo) fracaso](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj-kOOXSOZjxEmeh-_bbMubey-rYBxU6Wm8401cDvqItaqbZ0PvzxdzXVnETr8An3Z6xTYU1c3DEPSdhlTrjCu82CJ3WOwROfw6b0YoI5FN7yRD9Qa0IYOrTBPgWabVcUN3nYDgs41hUShA4pMnHU4IsHSKRh9HANsXUOX7aFifJkORnZIlQOZtShoddUc/s72-w400-c-h228/PIPODEPOR.png)
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